He dejado una nota grabada encima de tu cama,
está escrita en verso impar y es tan inconcreta como tú.
En ella te ofrezco las diecisiete cerraduras de mi mente,
escondite de mis miedos, fantasías y anhelos.
En ella relato las virtudes de tu poesía,
de tus tacones recorriendo Gran Vía
destilando polvo y espuma,
plantando encinas y almendros,
ciudades enteras,
huracanes y lagos de polen,
de las flores que enredé en tu pelo,
y que ahora tras las despedidas,
se han convertido en mariposas tropicales,
de colores vivos y violentos.
Se colorea en escalas cromáticas ambiguas,
dónde predomina el granate de tus labios,
reflejando la luz de las cortinas de tu cuarto,
y proyectando el espejismo que fuimos,
tan denso y sólido que mantiene mi sombra en tu almohada,
esperando a que te des la vuelta,
y la destroces en tu vía hacia el paraíso.
Está firmada con un abrazo,
corto y frío, quebradizo y suave,
frágil y etéreo, gaseoso, fútil,
como un copo de nieve,
impertérrito como eres,
liofilizado en mi mente,
grabado a puñetazos sobre mi orgullo,
desollando los nudillos de todo lo que soy,
contra la pared de lo que eres tú.
Y envuelta en unos ojeras de noches de insomnio,
de noches que nunca son de noche,
de camas revueltas y sábanas gastadas,
del manual sobre la inmolación de mi carácter,
agotado de segundas oportunidades,
cansado de canciones bajo el agua,
anestesiado y pútrido por las heridas de tus frases,
hechas con las uñas afiladas de tus caricias,
y con un significado en todo,
tan cruel como bello,
y solo tan épico y paciente
como jodidamente imprescindible.
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