Nunca he sido de llorar en público,
ni en privado,
ni en pareja,
pero todos somos igual de valientes en nuestra casa.
Me duelen los sueños que no tengo,
los paisajes,
los anhelos,
los objetivos que he perdido.
Los instantes de frustración,
las palabras de despedida,
las decisiones difíciles,
la falta de hombros,
el exceso de humanidad,
lo frío de las noches,
los monólogos interiores,
el camino lleno de hojas y ramas en el hoy que escribo esto.
Los músicos callejeros tocan las canciones a mi paso,
y a mi me espera una templada habitación de hotel.
Pero no la quiero.
No la quiero porque la acepto fingiendo una sonrisa,
la que no tengo,
la que me obligo a tener,
porque todos cambian sus prioridades y no me incluyen,
y yo las cambio, y no quiero incluirlos mas.
Aquí no hay nada que me ate,
y eso me aterra,
me aterra el chillar monótono de la mediocridad constante,
me aterra agarrarme otra vez a la falsa estabilidad,
de confundir sentimientos,
de querer repetirlos, revolcarlos y volverlos a vomitar.
De la bipolaridad constante y el enfado caprichoso con el mundo.
La del niño que ha perdido su globo, y desnuda su rostro a lágrima viva.
Y patalea, y estalla. Luego no era nada.
No quiero ser ese idiota con falta de carácter que sobra en las fiestas.
Que se preocupa por la opinión ajena.
Que no mira por la sencillez ni abraza lo simple de un sincero gracias.
No quiero ser ese monstruo estéril y estúpido.
En el que no puedes confiar, porque el no confía en si mismo por timidez,
y por falta de fé en si mismo y en su futuro.
Porque está hecho una mierda,
y ya no sabe ni como salir.
Empecé a escribir este blog porque no podía dormir,
pero es la falta de sueños lo que me mata por dentro.